En mayo de 2023 falleció el destacado periodista Augusto Góngora. Varios años antes de su muerte, la cineasta chilena Maite Alberdi fijó su atención en la enfermedad de Alzheimer de Góngora y en el amor incondicional que se tenían con su pareja Paulina Urrutia. Así surge el documental “La Memoria Infinita”, como testimonio vivo de la relación de amor y de cuidado entre ambos. El aclamado documental viene a recordarnos la fragilidad de la mente humana, la capacidad misteriosa e imperecedera de la memoria y el cómo se construye la identidad mediante la interpretación que hacemos de nuestros recuerdos.
Lo que sí puedo afirmar en torno a ello es la existencia de una característica que identifica a la memoria chilena que tiene relación con todo lo opuesto a querer recordar. Me refiero al concepto de mala memoria, esas ganas de dejar atrás, que no se hable más de este asunto.
El título del documental de Alberdi me hizo pensar en la memoria como proyecto político y me pregunto, ¿puede ser la memoria colectiva infinita? ¿Puede haber un espacio inconsciente, esparcido, diseminado que al reunirlo pueda guardarlo todo, recordarlo todo, contenerlo todo? Si así fuese, ¿cómo funcionaría la memoria para el caso de la dictadura? ¿Es que acaso hay un contenedor memorístico en alguna parte de nuestro inconsciente colectivo que posee la capacidad de contarnos todo lo que pasó hace 50 años atrás? Creo que es complejo responderlo.
Lo que sí puedo afirmar en torno a ello es la existencia de una característica que identifica a la memoria chilena y que tiene relación con todo lo opuesto a querer recordar. Me refiero al concepto de mala memoria, esas ganas de dejar atrás, que no se hable más de este asunto, situándolo en el olvido, como un hecho absolutamente superado.
Yo creo que Chile, en general, tiene muy mala memoria. Es como si este país se definiera a través del título de la canción del grupo argentino Sumo, “es mejor no hablar de ciertas cosas”, porque, en una conversación cotidiana, sacar a colación las palabras tortura o violación de derechos humanos connota negativamente a los sujetos que las enuncian. Cuando se traen recurrentemente hechos del pasado dictatorial, inmediatamente las caras de algunas personas cambian, las respiraciones profundas aparecen, los gestos de desagrado se hacen latentes, pareciera que a un grupo, no menor, esos discursos les resultan agotadores, exagerados, fuera de tiempo.
Haciendo una analogía, si Chile fuera un cuerpo yo diría que es un cuerpo fracturado, fisurado, partido en varios puntos y, si se tuviera que diagnosticar el origen de esta fractura, podría decir que fue ocasionada históricamente por el colonialismo y por las relaciones patriarcales que seguramente le antecedieron; y actualmente promovida principalmente por la herencia de la dictadura. Con otras palabras, bien podría señalar que el golpe militar y las décadas de opresión son causantes principales del dolor y de la enfermedad de este cuerpo llamado Chile.
Digo esto porque no hemos tenido representantes políticos que estén a la altura del sufrimiento padecido, pues en concreto no han realizado los esfuerzos suficientes ni necesarios para la búsqueda de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Ahora bien, una enfermedad se puede curar, pero el problema se acrecienta cuando careces de recursos, de herramientas y de sujetos competentes comprometidos en ayudar con el proceso de sanación. Digo esto porque no hemos tenido representantes políticos que estén a la altura del sufrimiento padecido, pues en concreto no han realizado los esfuerzos suficientes ni necesarios para la búsqueda de verdad, justicia, reparación y garantías de no repetición.
Bien queda demostrado en otro texto documental llamado “El Botón de Nácar”, del cineasta chileno Patricio Guzmán, quien deja al descubierto los hilos intangibles que ensamblan las heridas ocasionadas por el exterminio colonial a los pueblos originarios del sur, junto con las miles de víctimas asesinadas durante la dictadura. De varias maneras, estos dos acontecimientos se trenzan en sonidos y objetos comunes, en dolores y memorias colectivas que persisten a través del tiempo. Este documental le enrostra a la mala memoria de Chile la existencia de la tortura, el exilio, las desapariciones, los asesinatos, las violaciones, la censura, el miedo, el silencio.
Estoy plenamente consciente de que hablar en estos términos significa para muchos un grado de resentimiento social, una incapacidad de dar vuelta la página, de seguir adelante, de mirar el futuro. Pues bien, a esas personas les diría -citando a la filósofa feminista mexicana Dahlia De La Cerda-, “anda a chingar a tu macho padre”, pero inmediatamente después me doy cuenta que con ello no se logra nada más que aumentar las brechas para una comprensión mutua, por lo que intentaré descifrar el sentido profundo detrás de esta postura situada.
En breves palabras, es imposible que un país avance en justicia social mientras no sane las fracturas que mantienen vivo el miedo, la misoginia, el racismo y la discriminación. Porque no hemos sido capaces de construir un relato honesto de las realidades sufridas por millones de personas que han transitado este territorio; dolores que sin lugar a dudas han sido heredados y, de no tomar medidas serias para revertirlo, se seguirán traspasando generacionalmente. En consecuencia, nos falta instaurar un relato veraz, construir una narrativa fidedigna que no tenga temor de emplear los conceptos que logran visibilizar los actos inhumanos cometidos. A su vez, falta consensuar un entendimiento general de lo que estos conceptos significan y en qué contextos son aplicables, de manera que no se permita que aparezcan discursos ignorantes refiriendo a los derechos humanos de las cosas o de las instituciones.
Al contrario de Cavallo, creo que traer a presencia los hechos vividos durante el golpe militar tiene múltiples significaciones, tanto individuales como colectivas.
Volviendo a la idea de que Chile tiene mala memoria, un ejemplo tangible se ve reflejado en una entrevista realizada por CNN a Ascanio Cavallo, premio nacional de periodismo 2021, quien fue reconocido por su notable contribución a la memoria histórica de este país, recopilando cientos de entrevistas y documentos de los últimos 50 años. Aquí la periodista Matilde Burgos le hace la siguiente pregunta: “¿Qué significa llegar a los 50 años del golpe militar?” A lo que Cavallo responde: “Hemos pasado demasiado tiempo en esto. Con todo lo duro que haya sido el periodo, no sé si se justifica que 50 años después sigamos pensando en lo mismo (…) No lo entiendo muy bien (…) la persistencia de las ganas de recordar y de resucitar cosas”.
Mi reflexión acerca de la respuesta del señor Cavallo es: si esto no es un tosco ejemplo de tener una mala memoria de lo que se ha vivido -y en su caso- investigado, entonces, no sé qué más pueda ser. Pues, al contrario de Cavallo, creo que traer a presencia los hechos vividos durante el golpe militar tiene múltiples significaciones, tanto individuales como colectivas.
Una de ellas es la recuperación del alma que les fue arrebatada a millones de familias mediante la precarización de sus vidas y por medio de la naturalización de sueldos de hambre. Pues, para que la voz genuina de un pueblo vuelva a nacer, no se puede continuar sin darle el lugar primordial que tiene la memoria. De tal manera, estoy convencida de que traer la memoria al presente es un acto de profunda democracia y de recuperación del conocimiento íntimo que caracterizaba a la clase obrera en la década de los setenta y que tan bien quedó reflejada en otro documental de Patricio Guzmán, titulado “La batalla de Chile”, donde los discursos políticos eran parte protagónica de la conciencia de los y las trabajadores/as.
Para cerrar este texto quisiera ejemplificar un momento de mi memoria política, como una acción de diálogo personal con quienes están leyendo estas palabras y de constatación de cómo las historias de vida pueden contener un hondo sentido político.
Soy hija de Edilia y de Simón. Mi madre, una mujer que prefería no opinar de política, mi padre un hombre de convicciones de izquierda. Ambos lograron salir adelante en un Chile más injusto del que es hoy día. En 1992, con el regreso de la democracia, ellxs decidieron volver al sur de donde eran originarios. Allí mi madre se enfermó gravemente y todos los recursos económicos se destinaron a lograr salvar su vida. Quiero decir con esto que la salud y la vida de mi madre en la década de los 90 dependió exclusivamente del dinero que tuvieron para costearla (veinte años después -con algunas mejoras- sigue siendo la misma triste realidad del sistema de salud chileno). A partir de ese entonces, mi madre nos acompañó con gran dificultad hasta vernos titulados de una carrera universitaria a mi hermano y a mí. Esa fue su meta y la cumplió.
Sin embargo, estoy segura de que este país le quedó debiendo demasiado, le quedó debiendo atención de salud accesible y de calidad, le quedó debiendo buen vivir, capacidad de recuperación, posibilidades de autonomía. En definitiva, se le quedó debiendo retazos irrecuperables e inconmensurables de su vida.
Creo que es peligroso que un país entero tenga mala memoria, porque el riesgo es seguir viviendo como lo hemos hecho estos últimos 50 años, por 50 años más, sin siquiera darnos cuenta de lo difícil que ha sido.
Este relato personal es parte de mi memoria política porque las vidas ya fallecidas de mis padres me trascienden y los recuerdos de una infancia en dictadura muchas veces me definen. Por ello creo que es peligroso que un país entero tenga mala memoria, porque el riesgo es seguir viviendo como lo hemos hecho estos últimos 50 años, por 50 años más, sin siquiera darnos cuenta de lo difícil que ha sido. Sin reconocer el dolor acumulado de todas aquellas personas que ya no están, obviando sus existencias, evadiendo el precario habitar que existe en estas fronteras desmemoriadas, las que extrañamente desde algunos de sus bordes se las ingenian para persistir y resistir, siendo quizás esta intensa contradicción entre recuerdo y olvido, entre amnesia selectiva y recordación permanente, desde donde emerge la capacidad infinita de la memoria colectiva.
Sandra Villanueva (*) es doctora de Ciencias Sociales en Estudios Territoriales e Investigadora postdoctoral de la Pontificia Universidad Católica