El estallido social por el que atraviesa nuestro país abre una oportunidad para repensar espacios sociales que habitualmente no son reconocidos como ámbitos de transformación. Uno de ellos es el espacio vecinal.
En las últimas semanas hemos visto cómo, en diversos barrios, vecinos y vecinas se han organizado utilizando el espacio público para analizar los últimos acontecimientos y las condiciones sociales que los han originado, hacer propuestas o generar espacios de contención y encuentro. Esto muestra que lo vecinal tiene potencial para constituirse en ámbito de vínculo y deliberación democráticos.
En los últimos cuarenta años, la organización vecinal ha sido sistemáticamente fragmentada y despolitizada. Junto con la represión e intervención de las organizaciones sociales, la dictadura impuso en 1989 una Ley de Juntas de Vecinos que consagró la atomización social y quitó al espacio vecinal todo el poder que le había otorgado la Ley de 1968. Las propuestas de cambio legal de los años noventa se estrellaron con los fallos del Tribunal Constitucional, y se consagró la atomización y pérdida del poder vecinal, dejando inconclusa su democratización. Durante el período democrático se han implementado políticas públicas que han promovido la competencia entre organizaciones y han supeditado las agendas vecinales a las agendas gubernamentales, al tiempo que se han otorgado más funciones a los municipios, sin modificar su estructura alcaldicia y carente de verdadera participación.
En el paisaje vecinal actual encontramos muchas juntas de vecinos en un mismo territorio, cada una representando a pocas personas y trabajando de manera aislada. Otras muchas organizaciones de todo tipo desarrollan sus propias iniciativas, desarticuladas de las juntas de vecinos y desconectadas entre ellas mismas. A esto se suma una extendida instrumentalización de las organizaciones. En muchos casos se condiciona el financiamiento de sus actividades en función de si se supeditan a la oferta programática del gobierno nacional o municipal en ejercicio.
De esta forma, muchas juntas de vecinos son hoy más bien nichos para el clientelismo político y no espacios de deliberación democrática con incidencia real en las decisiones sobre asuntos públicos. Como resultado, las organizaciones territoriales y funcionales se enfrentan con muchas dificultades para participar articuladamente en discusiones estructurales.
Creemos que es hora de cambiar este escenario. Las diversas organizaciones que trabajan en el espacio vecinal pueden constituirse en instancias de revitalización de nuestra democracia. Para eso es necesario potenciarlas, facilitar y propiciar articulaciones territoriales mayores y entregarles mayor poder decisional, especialmente en lo referido a la discusión sobre qué ciudades queremos, y sobre cómo abordar problemáticas sociales estructurales.
Este desafío contrasta con la percepción de ciertos sectores políticos que conciben el espacio vecinal desconectado de los problemas de la sociedad entera. Como planteó la actual ministra secretaria general de gobierno, Karla Rubilar, al referirse a la negativa postura del Ejecutivo respecto del proceso constituyente impulsado por el Congreso: «La prioridad del Gobierno es escuchar la voz de las personas en sus poblaciones y en sus barrios», como si la vida en las poblaciones y barrios estuviese ajena a las demandas de las últimas movilizaciones.
Hasta ahora, la separación entre lo vecinal, la ciudad y la sociedad ha hecho que las políticas orientadas al barrio se concentren en fortalecer la vida interna de las comunidades, construir plazas, sedes sociales, mejorar paraderos o enrejar las viviendas, como si todo eso existiese independientemente de los ingresos familiares, del acceso al trabajo, a una pensión digna o a una educación de calidad. O como si todo eso, a su vez, existiese fuera del modelo de desarrollo dominante. Hemos aislado el vecindario de todo cuanto realmente reproduce su condición, en un esfuerzo por fragmentar y privatizar las demandas y las interacciones colectivas que se dan en el espacio del barrio.
Pese a esto, el regreso a lo vecinal que vemos en estos días es un indicio de la posibilidad de su resurgimiento como espacio de deliberación democrática por medio de la construcción de cabildos, o del deseo de revitalizar la actividad política vecinal recuperando espacios dormidos o inutilizados. A lo largo del país existen numerosas experiencias que muestran que el espacio vecinal tiene la capacidad de producir sus propias escalas de acción y complejizar sus agendas, pero que ello requiere un apoyo externo, un estímulo, que en las últimas décadas ha provenido de universidades y organizaciones no gubernamentales.
El uso creativo de metodologías participativas ha mostrado ser clave en este tipo de experiencias, pues proveen de herramientas para comenzar a romper desde abajo el modelo de relación desigual que se cristaliza en el espacio vecinal.
Sin embargo, para un avance sustancial en esta dirección, creemos crucial hacerlo en dos frentes simultáneamente: por una parte, la reconquista de un espacio autónomo y vigoroso para las organizaciones vecinales a través de una nueva ley de junta de vecinos y organizaciones comunitarias; y, por otra, la consolidación de mecanismos de participación vinculantes —como los plebiscitos—, que hoy son impracticables en el ámbito comunal. Aprovechemos el actual escenario como el hito que nos permita avanzar hacia tales metas, ofreciendo al mismo tiempo cauces a la iniciativa social y a la movilización que demanda respuestas. Todo ello deberá ser complementado con una importante reforma a la institucionalidad municipal, incluyendo su sistema de financiamiento.
La oportunidad que hoy se abre ante nosotros es reconstruir la conexión entre la sociedad y el espacio vecinal no en términos solamente urbanos (físicos), sino en otras múltiples dimensiones: alimentación y consumo, transporte, salud, educación, trabajo, pensiones, energía, etcétera. En todos estos ámbitos encontramos desigualdades e injusticias que tienen expresión territorial, esto es, que se originan en la forma en que la sociedad produce y organiza la ciudad y sus espacios. Pero, al mismo tiempo, en ellos también podemos observar los efectos negativos de un determinado modelo de desarrollo, el que nos rige desde hace ya más de cuarenta años. Las iniciativas y actores sociales emergentes abren una oportunidad para pensar los territorios como espacios desde los cuales construir nuevos caminos: modos de resolver los problemas fuera del ámbito de los circuitos mercantiles del gran capital, aprovechando y potenciando las tecnologías y saberes locales; formas de organizarse y organizar que radicalizan la democracia; formas de interpretar la realidad capaces de incorporar problemas que han sido tradicionalmente invisibilizados, como los de género o los ambientales, o bien excluidos de nuestro derecho a opinar, como los de la economía.
Francisco Letelier (Universidad Católica del Maule)
Gonzalo Delamaza (Universidad de los Lagos)
Felipe Saravia (Universidad del Bio-Bio)
Patricia Boyco (SUR Corporación)
Verónica Tapia (Universidad Católica del Maule)
Pablo Saravia (Universidad de Playa Ancha)