Ahora estamos en el otro extremo del péndulo: todo ocurre hasta aquí en las instancias especializadas, no se conoce ningún comidillo, nada trasciende por sobre los acuerdos ya firmados. Pero las y los ciudadanos permanecemos al margen, no estamos enterados ni logramos pensar mucho en ello.
Espero que hayamos aprendido al respecto. El actual proceso, en cambio, viene impulsado por la élite política y sus necesidades, específicamente los partidos y el Congreso. No es raro que le falte impulso popular. Y ha revelado un afán desmedido de control expresado en la multiplicación de órganos: la Comisión Experta (leáse abogadas y abogados constitucionalistas), el Comité Técnico (ambos a la medida del Congreso), el Consejo (a la medida electoral del Senado). Esos son los que, de diferentes maneras decidirán, dentro del marco de las doce Bases Institucionales (a la medida de los partidos). Luego vendrá el plebiscito de salida.
Sin embargo existe un cuarto componente, que no decide, pero que forma parte de la reforma constitucional que regula este proceso: la participación ciudadana. La coordinación de este proceso fue encargada por la Constitución a las universidades de Chile y Católica, que deben involucrar a las demás universidades acreditadas y debe desplegarse en cuatro instrumentos: audiencias públicas e iniciativas populares de norma (los más formales), los diálogos ciudadanos y un canal de consulta en línea.
Todo esto comienza a operar en relación al anteproyecto constitucional emanado de la Comisión Experta (7 de junio), culmina para la ciudadanía el 7 de julio y llega al Consejo Constitucional un mes después. Se ha constituido una Secretaría de Participación Ciudadana entre ambas universidades y se ha comenzado a organizar el proceso. ¿Qué podemos esperar de una participación tan acotada en el tiempo (un mes) y en sus alcances (el anteproyecto constitucional)? Sostengo que ello dependerá de cómo se resuelvan los siguientes “detalles”, pues, sabemos, el infierno está en los detalles…
Un primer aspecto tiene que ver con la difusión, visibilidad y alcance del proceso. Un gran déficit de la Convención fueron las comunicaciones, al que se sumó la campaña “anti Convención” desplegada por los medios tradicionales y el ritmo frenético que tomó la deliberación a partir de febrero de 2022, que en la práctica impedía entender lo que estaba sucediendo. Recordemos que todo fue transparente y público –agreguemos, incluso incontinente–, pero eso también aportó su cuota de confusión.
Ahora estamos en el otro extremo del péndulo: todo ocurre hasta aquí en las instancias especializadas, no se conoce ningún comidillo, nada trasciende por sobre los acuerdos ya firmados. Pero las y los ciudadanos permanecemos al margen, no estamos enterados ni logramos pensar mucho en ello, en medio de una agenda mediática volcada a las balas y a atizar los temores y una agenda política destemplada y cada vez más populista. Por otra parte, ¿quién quiere hacer tres veces la misma tarea, sin saber si esta vez será tomada en cuenta?
El cuarto componente deberá mostrarse y demostrarse como tal en el espacio público, en los medios, en la conversación cotidiana, en los diferentes sectores y territorios de nuestra sociedad, si quiere tener alguna trascendencia.
Las universidades escucharán a la ciudadanía, pero ¿quién escuchará a las universidades? La participación universitaria augura un proceso técnicamente bien organizado y –en principio– descentralizado. Pero nada sabemos sobre el modo como las y los deliberantes (el Consejo) incorporará esos insumos que reciba. Ya se ha entregado el primero: la sistematización de los procesos anteriores, pues no partimos de cero. Excelente. ¿Quién y cómo tomará en cuenta lo allí acumulado? Las iniciativas populares tienen su propio modo de ingreso al debate, sin embargo se requerirá que sus promotores sean escuchados directamente por el Consejo, lo que ocurrió sólo parcialmente durante la Convención y causó bastante malestar. ¿Qué pasará con los otros tres instrumentos y la sistematización de lo ya acumulado?
La participación viene mandatada por la Constitución y depende de las universidades, pero el receptor de sus resultados es el Consejo Constitucional que deberá aprobar las normas. Se requiere que los insumos de la participación lleguen a la deliberación de manera oportuna, pertinente, completa e integrada. La oportunidad es relativamente más sencilla ahora, por lo acotado de la participación. Pero oportunidad y pertinencia se juegan también en contribuir a la deliberación específica sobre cada uno de los capítulos, normas y artículos. Y eso debe hacerse de manera integrada (reuniendo todos los instrumentos y la sistematización de los previos) y ad hoc al momento y tema en debate.
No es suficiente la emisión de informes escritos por instrumento. Se deberá acordar con el Consejo, cuando este haya sido electo, el procedimiento para intervenir en el debate. En la Convención ello se hizo a través de las Relatorías de Participación, equipos especializados que rastreaban en todo el material disponible sobre el tema en debate en cada sesión específica y lo ponían a disposición del mismo. Algo similar será necesario ahora.
La consulta indígena. El movimiento pendular de la sensibilidad social y política nos llevó del primer proceso con escaños reservados y la primera presidenta indígena de un órgano del Estado, al otro extremo: apenas hay dos candidatos mapuche al Consejo (y ningún/a indígena en los órganos designados) y, lo que es peor, ninguna consideración en la reforma constitucional acerca de la obligatoriedad de la consulta indígena para aprobar una nueva Constitución. Nuestro Congreso al parecer olvidó que ya había legislado al respecto y no lo incluyó en actual proceso. La legislación respecto de la consulta indígena está amparada en pactos internacionales firmados por Chile, por lo que, de no resolverse, amenaza la validez general de lo obrado.
Como las olas que revientan una y otra vez en la playa, modificándola de a poco, la participación avanza poco a poco hasta que algún día se la considere una práctica necesaria, un componente de las decisiones y las políticas. El actual proceso constitucional, con todas sus limitaciones y resguardos, no pudo dejarla fuera y eso es algo que debe impulsarse. Pensemos que hasta la fecha la elaboración de las leyes carece de iniciativa popular y los mecanismos deliberativos (como los diálogos ciudadanos que se harán) nunca se han incorporado en el diseño de políticas y reformas.
Asegurar la publicidad de la participación, su incorporación oportuna y pertinente en el debate constitucional a través de mecanismos específicos y desarrollar una consulta indígena en serio, como mandata nuestro orden jurídico, parecen ser precondiciones iniciales para darle sentido a la participación en este nuevo intento constitucional.